En la cola de la Acequia de Archena, en sus terrazas naturales y balconada desde donde se divisa el pueblo y su huerta, se asentaron desde un principio aquellos emprendedores hombres conformando un pequeño núcleo habitado, denominado “El Hurtado”. El nombre quedó establecido allá por el siglo XV ó XVI, y se debe a la familia de forasteros propietarios apellidada Hurtado, que eran los segundos mayores propietarios, con 188 tahúllas –después de la Orden de San Juan en Archena, que poseía mayor número de tahúllas-, y que edificaron una gran mansión en este paraje. Puede comprobarse que el trazado de calles de El Hurtado es típicamente morisco, es decir, callejones estrechos y sinuosos para defenderse del sol. La mayoría de las pequeñas y antiguas casas existentes son de buena obra de piedra de excelente calidad, proveniente de los filones, ya agotados, de la “Cañá del Cura”, en los Intes, y colocadas con mortero de yeso o cal. Las humildes casas eran de un solo cuerpo y tenían una cámara baja para guardar la recolección, secar los embutidos y como lugar para colocar los camastros donde dormitaba la prole de la familia. Un pequeño corral en la parte posterior de la vivienda, cercado por una tapia levantada con obra de piedra en seco, cascotes y adobes, y con acceso desde el interior, servía como cuadra. Unas pequeñas ventanas de ventilación y unas puertas muy bajas completaban el equipamiento de estas viviendas, de orientación norte y este predominantemente.
Pero hablar de piedras o enseres no puede más que ofrecernos una vaga aproximación al modo de vida y costumbres de estos pobladores, nuestros antepasados o, al menos, los que vivieron aquí antes que nosotros. Su vida estuvo expuesta, con toda seguridad, a toda clase de suertes y calamidades. Como hoy, tendrían años buenos y malos, pero los malos serían más abundantes que los buenos. Entre otros avatares, podrían sufrir malas cosechas debido a un río sin regular –con sus correspondientes sequías e inundaciones-, plagas de peste, cólera morbo y otras enfermedades, guerras, pillaje, abusos de los gobernantes, etc.
Aquellos hombres y mujeres debían tener carne de santos, pues a pesar de todo nunca osaban levantar su ira a Dios, sino resignarse ante la adversidad como prueba de fe. Su vida era austera, pero sin duda alguna aprovecharían los momentos de abundancia con un derroche de alegría y jolgorio.
En esos años se medía la longitud en varas, palmos o jaimes, se pesaba en arrobas y la menudancia en libras y onzas. El día lo medían según la posición del sol, y a partir del siglo XVIII podían conocer la hora gracias al reloj instalado en la reciente iglesia, que marcaba los cuartos y las horas, aunque su auténtico reloj era la posición del sol, su estómago y el grado de fatiga ocasionado por el duro y cotidiano trabajo, que la local.
En esa época casi nadie se aventuraba fuera de su pueblo, pocos habrían viajado hasta Murcia, cuyas noticias conocerían gracias a los carreteros que llevaban y traían las mercancías, o por algún desventurado que tuviese que ir a pleitear o responder ante justicia de mayor instancia que la local.
No podemos pasar por alto el tema del corazón, tan decisivo para la continuidad de la especie y la herencia de las tierras. La sana picaresca ya existía en aquellos años. Cuentan que para poder hablar con las mozas había que sentarse en un corro a esperifollar panochas. El premio para aquel pretendiente que encontrara una panocha roja era el de un beso de la moza anhelada. Los mozos más avispados acudían ya preparados con una panocha roja escondida en el bolsillo.
Gracias a un grupo de buenos vecinos, mediante rifas y donativos consiguieron fondos para construir una preciosa Ermita dedicada al Patrón de El Hurtado "El Apóstol Santiago", cuya fiesta se sigue celebrando en honor a este Patrón todos los 25 de Julio. Adornando sus calle con verbenas de colores, castillos de fuego artificiales, el turronero, el puesto de chocolate con churros, misas huertanas, carreras de cintas, romería, tracas y cohetes, verbenas donde las gentes no solo de El Hurtado baila hasta quedar agotados, pasacalles, zurra, cucañas en fin, unas fiestas a las que todo visitante decidirá volver el próximo año debido a la calurosa bienvenida de sus gentes y el ambiente inolvidable de vivir en otra época.